Colaboraciones en revistas especializadas y periódicos realizadas entre 2011 y 2019 por María Fraile Yunta, historiadora del arte y periodista cultural especializada en arte español del siglo XX

viernes, 18 de marzo de 2016

Lo espiritual en un `Transparente rosa´ sobre negro

(SOBRE EL CARTEL DE LA SEMANA SANTA DE CUENCA DE 2016, DISEÑADO SOBRE UNA OBRA DE FERNANDO ZÓBEL DE 1964)

   
       “El negro es como una hoguera quemada, algo inmóvil como un cadáver (…). Es como el silencio del cuerpo tras la muerte” (1), el final de una vida tras la que ha llegado la noche: “el reino de las almas profundas y vigilantes, la cumbre de la más alta meditación; el blando reclinatorio de las plegarias, el espejo más puro de lo sobrenatural (…)” (2). De él se hacían eco los pintores de una España enferma donde solo la muerte pareciera dar lugar a la creación de cosas grandes, de obras de arte teñidas de un color negro que harían incluso hablar de una realidad nacional “negra”.

La ferviente religiosidad española propia de la “España negra” sería reflejada por pintores como Zuloaga o Solana, hitos en una secuencia temporal que nos haría partir de Goya hasta llegar a los pintores informalistas de la posguerra -a quienes tanto fascinó Cuenca-. Y algunos de estos últimos pintores volvieron a hacer de la muerte el eje central de obras donde el negro evocaría no solo la tradición hispana más profunda sino la oscuridad de los ataúdes en los que se hallaba apresada el alma de gritos ahogados que se tornaron arañazos sobre un muro ante el que no cabía más que guardar silencio.

También silencio ha de guardarse frente a Transparente Rosa (1964), obra de Fernando Zóbel empleada en el cartel de la Semana Santa que nos lleva desde la cuarta letra de la semana más grande de Cuenca hasta el capuz que cubre la cabeza de los banceros, que, a paso lento, ascienden hacia la cumbre del triángulo místico que hace conectar con el alma divina. Desde el vértice del capuz una quebradiza línea dibuja en el espacio un camino ascendente que conduce más allá de la superficie desnuda donde la ausencia de figuración recuerda que nada importa más que ascender hacia esa región espiritual donde el objeto de culto frente al que posarse sobre el reclinatorio negro de las plegarias no es más que un cuerpo aniquilado por el dolor, un ente desnudo que ya no es más que sangre de color púrpura.

En Transparente rosa no sucede nada porque ya ha sucedido todo lo que podía suceder y ante la barbarie solo cabe permanecer en silencio, en un silencio en el que ni la narración ni la anécdota desvían la atención de ese trayecto en el vacío por el que ascender sin obstáculos desde la cuarta letra de la semana más grande de Cuenca hasta el triángulo místico que dibuja el capuz cuyos ojos no necesitan ver más que el recorrido que describe la línea que les llevará hasta el vértice de la cumbre a la que no es posible llegar más que a través del dolor al que fue sometido el cuerpo divino coronado de espinas.

Apuntaba Kandinsky en De lo espiritual en el arte que “el período materialista había producido en la vida, y por tanto también en el arte, un espectador incapaz de enfrentarse simplemente al cuadro, en el que, cegado por los medios externos, lo buscaba todo menos la vida interior; que al ser humano no le gustaban las profundidades y prefería quedarse en la superficie porque le costaba menos esfuerzo (…). Pero este esfuerzo será menor si nos limitamos a adentrarnos en silencio por el espacio desnudo de Transparente rosa: transparente como las vidrieras de colores que desmaterializan los muros de la catedral gótica, desmaterializado de igual forma que los muros de la misma lo están por esa luz coloreada para dirigir nuestra mirada hacia el lugar que indica esa línea en el espacio, el vértice de ese capuz o triángulo místico por el que a medida que ascendemos sentimos una mayor confusión e incertidumbre.

Al adentrarnos en este triángulo místico podemos sentir el mismo miedo que sienten los pasajeros de un trasatlántico cuando la tierra firme desaparece en las tinieblas de alta mar, pero este nos llevará, como en una danza que crea formas emancipadas en el vacío, a contribuir a la construcción de esa pirámide espiritual que, según el pintor alemán, un día llegará hasta el cielo. 

No es posible llegar hasta el cielo más que librándonos de la naturaleza externa, de esa materia que ocupa el espacio desnudo entorpeciendo que miremos con los ojos del alma y escuchemos en nuestro interior la música que emana de los colores cuando estos no se empeñan en describir objetos. “Cuando la religión, la ciencia y la moral se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo, y la literatura, la música y el arte son los primeros sectores en los que se nota el giro espiritual”, decía el autor citado.

Si sumamos lo anterior al hecho de que el sentir íntimo de un período puede conducir a la utilización de formas que en otro período anterior respondieron a las mismas necesidades, comprenderemos la recurrencia, para ilustrar un cartel de carácter religioso en la Cuenca del siglo XXI, al lenguaje abstracto empleado en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, cuando este -a la par que en la ciudad de Cuenca a través de la creación del Museo de Arte Abstracto- fue abriéndose camino en las iglesias -como muestran la capilla de Ronchamp o el Santuario de Aránzazu-, abundaron interpretaciones del mismo desde el punto de vista religioso e incluso la Iglesia Católica se convirtió en auténtica plataforma de lanzamiento de la abstracción.

Decía A. López Quintás en 1968 -cuatro años después de que Zóbel creara su Transparente rosa- que el arte de sus días se fraguó al mismo tiempo que el Existencialismo, movimiento que corría el riesgo de dejar al hombre en el vacío para ponerlo en la tensión de trascendencia. Pero esa misma trascendencia parece anhelada en una época difícil -igual que lo fue la previa a la Primera Guerra Mundial o la posterior a la Guerra Civil española- en la que resulta felizmente oportuna la elección para ilustrar una realidad espiritual de una obra cuya desnudez espacial nos libra de los obstáculos que nos impiden ascender por esa pirámide espiritual que un día llegará hasta el cielo: ese cielo hacia el que se dirigieron los ojos de Cristo crucificado pidiendo clemencia y que, como cualquier realidad abstracta, nos insta a creer sin ver, a sentir sin comprender…

(1) VASILY KANDINSKY, De lo espiritual en el arte, 1912, p. 78.
(2) De un texto de CONCHA ESPINA, citado por BLAS CUBELLS VILLALBA en "Don Quijote y la filosofía de Miguel de Unamuno", Apuntes para una charla dada en la Sala Apolo de Madrid en el año 2005.
MARÍA FRAILE YUNTA
Historiadora del arte especializada en arte español del siglo XX


PUBLICADO EN LAS NOTICIAS DE CUENCA EL 18 DE MARZO DE 2016

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