Colaboraciones en revistas especializadas y periódicos realizadas entre 2011 y 2019 por María Fraile Yunta, historiadora del arte y periodista cultural especializada en arte español del siglo XX

sábado, 2 de febrero de 2019

Tradición y Vanguardia en el Museo de Arte Abstracto Español

      
   ARTÍCULO PUBLICADO EN LAS NOTICIAS DE CUENCA EN 2018
 
       Es cuando se hace de noche, cuando desaparece a nuestro alrededor la claridad y elevamos la mirada hacia el cielo, cuando percibimos el brillo de las estrellas. Es entonces también, en la oscuridad, cuando más proclives somos a volver la mirada hacia los recovecos de nuestro ser y sentir el mundo con más hondura. 

Mirar hacia arriba suele traer dolor después al no encontrar respuestas a las preguntas, al no hallar sosiego cuando amanece y la luz de las estrellas se apaga, pero también, esperanza: oscuridad y claridad, sombras y luces que hacen que la realidad nos impacte con una sobrecogedora intensidad tenebrista.

Así lo hace en la Sala Negra del Museo de Arte Abstracto, donde la penumbra más absoluta contrasta con la luz que emana de las obras enfrentadas, en la que un intenso contraste lumínico propio del naturalismo barroco nos lleva a detenernos ante una tenebrista realidad impactante, como la de Caravaggio, como la de Ribera, como la de Zurbarán: hecha de luces y de sombras, de materia y de espíritu, de Tierra y de Cielo.

He ahí la pintura de la escuela barroca española, terrenal y espiritual, naturalista y trascendente, con un descarnado realismo que no sea acaso, quizá, más que el inicio del trayecto inevitable para cruzar el umbral de las apariencias y elevar la mirada al cielo en busca de respuestas ante el misterio del mundo, ante la caducidad de la vida.

Francisco de Zurbarán, San Francisco en Oración, 1659

De esta forma lo hace San Francisco en oración, obra pintada por Zurbarán en 1659 y cedida temporalmente por el Museo del Prado con motivo de la celebración de su bicentenario: la pesadez de la tela de sus hábitos marrones y el aire de cotidianeidad de la improvisada naturaleza muerta que hay sobre la piedra en la que apoya su brazo nos remiten a lo terrenal, a la materia; la calavera que sostiene con su mano derecha nos recuerda que materia somos y que a la Tierra volveremos. Y sin embargo, los elementos que conforman la primera -un crucifijo de madera y un libro cerrado- nos remiten a una realidad trascendente y el cráneo dirige las cavidades de sus ojos vacíos hacia el rostro devoto de un santo que, entreabriendo humanamente la boca, dirige su mirada al Cielo y reza por lo que ha de venir.

Lo sagrado se vuelve cotidiano en la obra del maestro de la escuela sevillana, como en la de toda la pintura barroca hispana, y lo cotidiano no es más que la cáscara que recubre esa realidad trascendente que palpita en el arte español.

De Tierra y de Cielo están pintadas las obras de Zurbarán, donde la fisicidad y pesadez de las telas de los hábitos monacales -con frecuencia de un intenso color blanco- nos remiten a la primera a la vez que los enjutos y descarnados rostros nos remiten al segundo, donde en los intensos contrastes lumínicos dialogan también ambos ámbitos. Y de materia y de espíritu lo están los cuadros de dos zonas que pintara Gustavo Torner, uno de los artistas contemporáneos que en la Sala Negra del museo homenajean al maestro de la escuela sevillana.

A mediados del siglo XX, el pintor conquense llegó a la abstracción a partir de un intenso realismo, a través de la penetración profunda en una realidad aparente que no parecía ser más que la primera estación de un viaje a las entrañas de la naturaleza, por el misterio de un mundo incognoscible que no siempre tiene que causar temor.

Pese a la presencia física de la muerte sobre la mano del santo, no es temor lo que produce ese paisaje amable y dulcificado (desprovisto del tenebrismo de otras obras del pintor quizá debido al cambio de gusto producido en Sevilla por la influencia del estilo de Murillo) que envuelve al San Francisco en oración de Zurbarán. Y tampoco, la emoción que sentimos frente a la inmaculada intensidad lumínica de ese Homenaje a Zurbarán realizado por Gustavo Torner en 1970 que observamos en la misma sala.

Gustavo Torner, Homenaje a Zurbarán, 1970

En esta última obra, la luz parece haberse impuesto a la penumbra y la corporeidad de los hábitos blancos de los monjes zurbaranescos, haberse tornado espíritu, no más que un Cielo esperanzador en el que ya no tiene cabida la muerte. En la misma, la derramada sangre de color púrpura que aún aflora a la superficie en el Transparente Rosa de Zóbel (1964) ya no tiene lugar pues la misión redentora parece haberse efectuado ya y la superficie pictórica no ha de cobijar anécdota alguna. El espacio inventado por el hombre humanista ha sido sustituido por un espacio metafísico, el mismo que en el fondo, quizá, le interesaba a Zurbarán: ¿No se manejaba bien en las composiciones donde tenía que insertar varias figuras? ¿No era capaz de generar un espacio físico convincente en sus pinturas? ¿O se olvidó de hacerlo de tanto desviar los ojos hacia el Cielo?

Tampoco hallamos espacio en el Homenaje a Zurbarán realizado por Joseph Guinovart en 1964, si bien en este vuelven a cobrar presencia física los hábitos monacales realizados por el pintor extremeño, esta vez, de nuevo pesados, pero rotos, resquebrajados. Estos parecen haber empezado a descomponerse junto a una contrastada zona en penumbra que nos remite a aquello que se nos escapa, pero que, en lugar de formar parte de los dominios del espíritu, nos arrastra hacia una muerte putrefacta.

Se nos recuerda que somos materia en estado de descomposición en obras como la de Guinovart, o como las de Tapies, o como las de Millares: telas rajadas, superficies arañadas, gritos desazonados. Pero también, orden y raciocinio en obras como el Homenaje a Zurbarán de Gerardo Rueda (1965) o las del propio pintor homenajeado, testigo de esa línea del arte español paralela a la expresionista de veta brava que practicaran maestros como Goya, Solana o los informalistas del grupo El Paso. 

Josep Guinovart, Homenaje a Zurbarán, 1964

Se trata de una vertiente que puede rastrearse en ese purismo analítico y racional del estilo herreriano o escurialense, y también, en el estilo de artistas españoles del siglo XX como Juan Gris, Jorge Oteiza o el citado Gerardo Rueda. En su Homenaje a Zurbarán, los hábitos dañados de las obras del pintor de nuevo se han recompuesto, y lo han hecho con la precisión del arquitecto metódico que todo lo puede, con el orden propio de un mundo construido con escuadra y cartabón. Entre las líneas rectas que se trazan en la superficie blanca todo es reposo, no parece haber lugar a la tragedia que con frecuencia ha cobrado éxito para identificar al arte genuinamente español y sí a la contención racional de aquel que siente que tras la materia que se corrompe hay algo más.

Tras los ojos de San Francisco en oración, algo más que un inerte cráneo vacío como el que sostiene en su mano, tras los de los pintores que en el museo homenajean a su autor o los del propio Zóbel al tomar apuntes en el Museo del Prado y observar las pinturas de la escuela barroca española, algo más que naturalismo, y tras los nuestros, al contemplar las obras expuestas, algo más que esa brillante confluencia de la tradición y la vanguardia:

El encuentro de los dos elementos que identifican a la substancia española, al ser español, ese caldo galdosiano que, aunque durante siglos provocó un problema que derivó en sangre derramada, quizá sea el artífice de que en el arte abstracto español se cumpla la unamuniana misión de España frente al mundo, la quijotesca España ejemplar: la materia y el espíritu, la razón y la fe, la Tierra y ese mismo Cielo sobre el que, en medio de la penumbra de la Sala Negra del museo, llevándose su mano derecha al pecho, posa sus ojos lacrimosos San Francisco en oración.

Gerardo Rueda, Homenaje a Zurbarán nº 1, 1965


MARÍA FRAILE YUNTA