Cuando cierro los ojos, siento luces
coloreadas cegando mi mirada. Cuando los abro, surcos rítmicos humedeciendo mi cuerpo.
Duermo y sueño que estoy despierta, despierto y siento que estoy soñando.
Avanzo erguida sobre el agua, me dejo llevar entre sus ondas, pero su roce me
escuece, el sueño me duele. Despierto. La herida me sangra, vuelvo a dormir, su
costra perfila una impoluta forma geométrica: bálsamo para el viaje, sin
retorno, al fondo del mar. Al edén de dolor. Paraíso sublime. Excelso e
hiriente en mi mente y en la de todo aquel sustraído por la historia de un
cisne blanco que quería tornarse negro. Como el final del viaje. Como el fondo
del mar.
Como el fondo de esa cerradura tras la que
observar, como voyeaur, la deformidad de un rostro transfigurado
por luces coloreadas; la anomalía de unos miembros ajados por las formas que
dibujan; el patetismo de un sublime e infernal esfuerzo que tanto Degas en
sus cuadros como Aronofsky en Cisne
Negro reflejan: devastador en la película del cineasta,
doloroso en los cuadros del pintor. En esos cuadros donde los dedos amordazados
de la primera se convierten en posturas desperezadas. En rostros sórdidos e
insalubres que, exhumando la exigencia de las directrices del profesor tras los
ensayos, se tornan ambivalentes cuando giran sobre el vuelo de un tutú. El
mismo sobre el que gira Nina cuando trata de cambiar el color
de su plumaje entre estancias azuladas, frías y espacialmente complejas entre enmarañados laberintos humanos e
inestables disposiciones espaciales que, si bien éste refleja en esa Clase
de danza que pintó hacia 1874, el cineasta muestra en cada una de las
escenas de ensayo.
Posando para un fotógrafo, esa bailarina
pintada por Degas en 1875 mantenía intacta su postura. Los brazos le dolían,
los pies no los sentía, pero el dolor era el único canal para volar. Para volar
sobre el espacio, para volar quién sabe por dónde. Quizá por aquel mismo lugar
por el que Nina vuela cuando el cisne se torna negro; por aquel mismo lugar que
ha envenenado su mirada hasta hacerla exhumar fuego. Fuego alquímico tras
tornar su carne en plumas; fuego abrasador que, si en La bailarina en
escena del pintor aún no se ha inflamado, en Nina crece hasta a
volverse cenizas. Cenizas humeantes, enrojecidas.., procedentes de la
fusión de un cuerpo con otro que no es el suyo; de una mente subyugada por
aquella obra creada en sus entrañas; de una apasionada e infernal cópula entre
el arte y la propia vida.
Duermo y sueño que estoy despierta,
despierto y siento que estoy soñando…
PUBLICADO EN FANZINE RADAR, 2011